Sonido de rayo espacial, así suena la notificación en mi teléfono, necesitan un repartidor a pocas cuadras de donde estoy. Es mi quinta entrega desde que conseguí este trabajo. La necesidad de salir de este encierro y la de ganar algo de plata, fueron superiores a mi anarquismo y a mis pocas ganas de trabajar en «en el comercio establecido», recibiendo órdenes y haciendo cosas que no me gustan. Tengo complejos y no me gusta sentirme como un esclavo, me perturba. Pero hago el intento, no hay muchas opciones.

Me subo a la bicicleta y parto como el rayo a buscar el pedido. Es un almuerzo que debo ir a dejar a un par de cuadras del restorán al que me dirijo. Llego al local, funciona solo como servicio de entrega o «delivery», palabra en inglés que empezaron a ocupar los restoranes de forma esnobista y terminó siendo aceptada por todos. Menos por mí, yo no digo esas ridiculeces, tampoco soy un Rider, ¡Qué asquerosidad es esa!, ¿desde cuándo un repartidor en bicicleta se llama Rider?. Eso significa jinete. Ni que repartieramos a caballo. Yo prefiero decir con orgullo que soy Repartidor, «El que reparte», si lo dices con voz declamatoria suena hasta poético, si lo dices con tono erótico suena cómico, no sé, me rio solo. No importa, de cualquier forma estoy aquí porque me vi sobrepasado y necesitaba la plata.

Mientras espero a que esté listo el pedido, miro a mí alrededor: están los Riders, y los Motoboy, estos últimos, miran en menos a los Riders y no conversan mucho con ellos, son diferentes, tienen moto y Los MotoBoy hablan de motos con los otros Motoboy. Los Raiders los miran, los Motoboy lo saben y hablan más fuerte, les gusta presumir, me parecen tontos. Desde el mesón, alguien dice «14», ese es mi número, tomo el pedido, me acomodo el casco, me subo a la bicicleta y parto. Como no tengo bocina hago un «bip-bip» fuerte con mi voz a un Motoboy que sin querer se cruza, él se asusta y salta a un lado, veo que los Riders se ríen, los Motoboy también, el momento es perfecto y también río, respiro hondo y me empodero, no sé porque pero me siento orgulloso de lo que hice.

Aplico velocidad y me voy rápido a dejar el almuerzo, sin mirar atrás. Me gusta andar en bicicleta, es lo bueno de este trabajo, puedes ejercitarte, andar en la calle y sentirte libre. No todos pueden, las cuarentenas de esta pandemia nos tienen encerrados conviviendo con nuestra locura. En la bicicleta me libero, no pienso, soy.

Voy rápido, en bajada, no se ven otros autos, a 50 metros se cruza una calle, yo tengo disco pare, no quiero parar, giro un poco la cabeza con la oreja apuntando hacia el cruce, así puedo escuchar mejor si viene algo. Como no se oye nada, me desafío a cruzar la calle con los ojos cerrados: 1, 2, casi 3 segundos, los vuelvo a abrir y estoy ileso, desafié el peligro. Soy un campeón, ojalá alguien me hubiese visto.

Doblo por la siguiente calle, bajo un poco la velocidad, pero me estrello con un cartel que dice «CALLE EN REPARACIÓN» Caigo con la cara encima de unos escombros, alcanzo a poner la mano, solo un poco, siento un rallador que me pasa por la mejilla. Mejor dicho, soy yo quien pasa la cara por el rayador.

-¡AHHHH!! –grito. Pero no muy fuerte. Prefiero que nadie me escuche, ni que me hayan visto. Soy vergonzoso. Siempre lo he sido.

Me paro adolorido, recojo la bicicleta y avanzo un poco. Cojeo, también me duelen las rodillas, las raspé. Me siento en la cuneta, miro a mí alrededor y no veo a nadie. Toco mi cara, está húmeda, pienso que es sangre, pero miro mi mano y no es nada, solo una gota. Prendo la cámara del teléfono y me miro. Tengo toda la mejilla rasposa. Pienso en la comida – ¡mierda! -exclamo

Abro la mochila cuadrada que regalan en la empresa, en realidad no es regalo, porque te la descuentan del sueldo. La odio. Cada vez que me la pongo, imagino que soy un esclavo egipcio cargando un bloque para la pirámide. Pero la caja funciona bien, el pedido está intacto. Solo el repartidor está dañado. Lo bueno es que estoy cerca de la dirección del despacho, la casa debe estar un poco más allá. Me subo a la bicicleta y la rueda se tranca, está doblada, imposible andar. Tiro una maldición y veo que en la casa del frente hay alguien mirando, quizás vio todo, quien sabe. -¿Qué tanto me miras imbécil? -pienso, pero no se lo digo. Más bien, estoy un poco avergonzado.

Sigo caminando hasta llegar a la casa, me pongo la mascarilla y toco el timbre. Una mujer de aproximadamente unos 50 años, abre la puerta, es grande y robusta, parece una vikinga, me sonríe. Ve como me quito con dificultad la caja y le entrego su pedido. Cuando estamos de frente, me mira a la cara, se da cuenta que algo tengo.

-Tienes sangre aquí –y apunta a su mejilla

-Si me caí un poco más allá pero estoy bien, gracias.

-¿Quieres un vaso con agua? –dice amablemente

-bueno gracias

Mira mi bicicleta, luego a mi. Le doy lastima, me invita a pasar.

-No se moleste, gracias -le digo. Ya saben, soy vergonzoso.

– Yo tuve coronavirus hace un mes atrás, ahora soy inmune -se ríe al final de la frase.

-Pasa y descansa un poco –dice amablemente. Acepto.

Entro y apoyo la bici contra la muralla. Es una linda casa, parece que está sola, no se escucha nadie más. Un perro enano que parece peluche, sale a recibirme y moviendo la cola

-Le caíste bien, se llama chuleta –dice.

-Que simpático el nombre -pienso. Nunca tuve un perro.

Me duele la rodilla y siento que la cara me palpita. Es molesto. La señora me muestra el baño de visitas. Entro, cierro la puerta y me lavo la cara. Voy a chequearme: Rodillas y codo raspados y algo que seguro mañana amanece morado en el muslo. Mientras me seco las manos, escucho que algo cae al suelo, como un saco de papas. Abro la puerta, no lo puedo creer, la amable vikinga está en el suelo.

-¡¡¡SEÑORA!!!, -empiezo a gritar desde el umbral de la puerta del baño. Doy un salto y trato de reincorporarla, pero no reacciona, está muerta. Un hilo de sangre sale por su oído derecho, se debe haber golpeado la cabeza, vi algo parecido en las noticias hace unos días, cuando un policía norteamericano empuja a un anciano que cae de espalda, se da un costalazo en la nuca y le sangra el oído, igual que a esta señora, que no alcance ni a preguntarle el nombre.

-¿Qué hago? –pienso, pero nada se me ocurre.

De nervioso, me pica el cuerpo, siento latir el corazón a mil, se me corta la respiración, tengo la cabeza en blanco, le hablo fuerte y pongo mi oído en su nariz: nada. Apoyo mi oreja en su pecho: nada, el perro chuleta, lame el hilo de sangre que cae.

-sal de aquí perro -le grito.

Estoy en shock y llevo menos de 5 minutos en esta casa

-Voy a pedir ayuda –pienso.

Salgo al patio de la casa, mirando si hay algún vecino. Desde afuera no se ve nada para dentro. La puerta de salida está cerrada, es con chapa automática. Me devuelvo para buscar el interruptor y abrirla.

– ¿y si llamo a la policía? –se me ocurre en el trayecto.

Saco mi teléfono y busco el número de emergencias, no me acuerdo cual es, lo googleo, marco 133 y espero. No contestan, la señora sigue inmóvil. De pronto una grabadora, me dice que debo  esperar mi turno, soy el 14, segunda vez que se me repite este número en el día.

– Hola, estoy llamando porque hay una señora muerta aquí en su casa.

-¿de donde llama? deme la dirección.

-Sí, bramante 357, la reina, yo trabajo en un servicio de reparto y traje el almuerzo aquí

-¿Es un Raider? – me interrumpe

-Un repartidor, sí. Cuando salí del baño. Eh, eh, ella me hizo pasar, por eso estaba en su baño, lo que pasa es que yo, eh, yo. Estaba viva, no sé qué pasó, y, y, y -Pienso que algo así va a suceder, cuando haga la denuncia, será poco creíble, pensarán que soy yo el asesino.

-Buenas tardes, aquí la teniente Cárdenas, indíqueme su… -corto el teléfono, no me atrevo.

No sé qué decir. Me culparan, quedaré fichado, es obvio, siempre quieren a un culpable, no quiero estar preso, siento horror de solo imaginarlo. Me acerco a la señora y la miro, el perro aún está ahí, me mira y mueve la cola, yo miro la casa, está muy bien decorada, tiene fotos colgadas en la muralla, no se ven hijos, ni nietos, es ella recibiendo reconocimientos, una foto de sus padres (supongo), ella con una amiga en una pileta. El perro cuando era un cachorro, cuando más grande, con sombrero y lentes, junto a una torta: el cumpleaños del perro. La casa es bonita y bien decorada, pero se ve sola, silenciosa, fría y muerta, igual que esta señora.

-¿Y si me voy? –pienso en voz alta.

Entro a la cocina y veo el citofono, levanto el auricular, aprieto la tecla: «tang», se abre el portón y me acerco a la señora.

-Espero que me sepa entender –le digo y ofrezco un segundo de silencio por ella.

La ansiedad por irme me mata. Corro hacia la puerta, agarro la bici, me devuelvo a buscar la comida para no dejar evidencia, la tomo, no mejor la dejo, en rigor yo le di la comida y después le paso esto, mejor no dejar evidencia. ¡EVIDENCIA!, mis huellas están por todos lados. Me agarro la cabeza y digo:

-¿Por qué me está pasando esto, qué mierda hice mal?

Voy a cerrar el portón y vuelvo a la cocina a buscar algo para limpiar. Tomo un paño y cloro, lo humedezco y comienzo por el baño, limpio las manillas, el lavamanos, las llaves de agua, el piso alrededor de la señora y todo lo que recuerdo haber tocado. Sin querer y producto de mi nerviosismo, derramo cloro sobre la blusa amarilla que lleva puesta. No lo puedo creer. Corro a la cocina y limpio el citofono. Listo, ahora vuelvo a la señora. Su blusa tiene una mancha grande de cloro. Sin pensarlo, recorro la casa, voy a la pieza y del cajón saco una blusa limpia. Esto lo hago con el mayor de los resguardos para no dejar evidencia.

Desabotono su blusa, es demasiado raro todo esto, la miro y pareciera que sonríe, coquetamente. Me quiero cortar las bolas. Está un poco rígida pero lo hago, mientras el perro me mira.

-Que descanse en paz señora -otro segundo de silencio y me voy.

Cuando llego al patio, escucho la sirena de una patrulla, a pocos metros de la casa.

– ¡me cago! -pienso

Presto atención. Apenas me muevo. Me siento paralizado. Pero parece que no es aquí, es a unas casas más allá. Una vecina interrumpe y le habla a otra:

– Entraron a robar a la casa de los Gutierrez. Es que la delincuencia está desatada. ¿Supiste que las fronteras están cerradas? Los narcos están desesperados, porque no pueden pasar la droga al país. Como no pueden traficar, andan robando.

-Así escuché que decían en el matinal. Como también he visto, el maltrato a nuestros pobres carabineros . Pero se da cuenta señora Lucia, estos gallos maldadosos que andan robando, son los mismos de las protestas, le apuesto. Quieren que la policia desaparezca para delinquir tranquilos. Pero aquí están ellos, para defendernos de las lacras sociales

-Por si acaso, están cumpliendo con su trabajo vecina, no lo hacen gratis -dice otra voz

-Claro que no lo hacen gratis, si los únicos que quieren todo gratis, son los marxistas terroristas que hay en este país, los mismos que andan aquí robando -dice la voz de la señora.

Alguien toca el timbre, doy un salto, tengo frío, fiebre y estoy a punto de cagarme. El perro ladra.

-Chuleta, Chuleta, llama a la Isa, dile que salga a mirar, qué entraron a robar a los Gutierrez y están los carabineros afuera.

-Se llama Isa –pienso.

Tocan de nuevo el timbre

–Váyanse de aquí viejas de mierda –pienso mientras me refriego los ojos con las manos, como queriendo inconscientemente borrar la realidad de este momento, con la esperanza de abrirlos y no estar aquí. Tal vez, cuando me caí de la bicicleta, quedé inconsciente y ahora estoy soñando. Pero no.

-Los van a agarrar al tiro a estos delincuentes, toda la calle tiene cámaras de seguridad –dice otra persona

-No había pensado en eso – digo mientras trato de tomar aire para no morir asfixiado por este miedo, agarrándome la cabeza y mirando el suelo.

Algo inesperado, la alarma con sonido de rayo en mi teléfono, empieza a sonar. Es un pedido. Trato de apagarla pero los nervios me ponen torpe.

-¿Escucho eso vecina? –le dice una a la otra

Apago mi teléfono. Por unos segundos, hay silencio. De pronto, empieza a sonar el teléfono de la casa. Tocan el timbre, y golpean el porton

-Señora Isa, señora Isa -dice la vecina.

Se escucha más gente afuera, el perro ladra, «nunca sale sin su perro» dice alguien. Miro al perro, no sé qué hacer, me siento mareado.

-¿Y si me entrego? Pero yo no hice nada ¿Qué hago? -monologue.

Se escucha la radio de los policías, justo afuera de la casa.

-cambio, cambio, hay sospechas de que estén ocultos en el inmueble de Bramante 35, cambio.

Ya no doy más. Escucho que están en la casa de al lado, por el otro también. Así que entro y me pongo junto a la señora.

Pienso incoherencias del tipo «¿Y si me tiro al suelo, me hago el desmayado y le digo al policía, que alguien entró y nos atacó?» Pero no, es un mal plan.

Mis emociones están descontroladas. Siempre he tenido miedo a equivocarme, ni siquiera me atrevía a mostrarle a mis papás, las malas notas que me sacaba en el colegio. Cuando era niño y rompía algo, por más que les decía que fue un accidente, nunca me creyeron. Tengo miedo, me van a castigar, el castigo será severo.

Se escucha un ruido en el patio de atrás, el perro le ladra a alguien, conmigo no lo hizo. Quiero desaparecer. Soy pobre y la justicia no tendrá clemencia conmigo. No tengo opción, voy a entregarme.

Me levanto y voy a la cocina para abrir el portón, pero escucho un disparo. Es loco, pero vuelvo a tener la sensación que tenía hace un rato, sobre la bicicleta. De pronto, pierdo interés en todo. No me importa ser inocente o culpable, la cárcel ni la policía, no me importa sentirme esclavo o un hombre libre. Siento un dolor en el pecho. Pongo mi mano y se llena de sangre. Mi sangre. Frente a mí, hay un policía que no deja de apuntarme. Cierro los ojos y vuelvo a la bicicleta. Voy a toda velocidad, quiero llegar al final, donde está la luz.

fin

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