Descubrí la forma para olvidarme del encierro de la cuarentena, de mis miedos y ansiedades, de estar mejor conmigo mismo y salir sin moverme de estas cuatro paredes tan monótonas: la meditación. Le hice caso a un amigo, probé con unos videos que me compartió, me gustó tanto que me lo tomé en serio. A las pocas semanas comencé a experimentar un estado de éxtasis en mis viajes interiores, mejor que cualquier alucinógeno que haya consumido en la vida. Ha sido tan potente todo, que me he pasado días enteros meditando. Hoy no será la excepción.
Cierro las cortinas, prendo unas velas (para darle un toque místico) y me tiendo sobre una frazada en el suelo. Cierro los ojos, me concentro en la respiración: inhalo, exhalo en ocho tiempos. Rápidamente siento un cosquilleo particular de pies a cabeza, así comienza el viaje. Imagino una luz que sale por mi cabeza, iluminandolo todo, al mismo tiempo vuelve a mí, como si fuese una fuente. Floto entre paisajes y formas que se hacen y deshacen, mi cuerpo se mimetiza con ellas, es como si fuésemos una gran conciencia. Me dejo llevar por el viento y soy el viento, abrazo un árbol y soy el árbol, caigo al agua y soy agua. Soy el universo. Vivo un orgasmo espiritual.
De pronto, escucho un ruido externo que me saca de la meditación, como un globo que revienta o algo así. Pero no me importa, quiero quedarme aquí. Vuelvo a contar hasta ocho mientras respiro, las imágenes son confusas, es normal cuando te desconcentras, pero con un poco de esfuerzo ya estoy dentro la matrix. Miro hacia lo lejos, veo algo que llama mi atención, es una silueta humana, parece alguien mayor y viene acercándose.
¡Qué susto! -pienso o siento-. Primera vez que me pasa algo así. Quiero pensar en otra cosa y seguir el viaje, pero una de las reglas de este ejercicio es aceptar lo que se te presenta, porque algo quiere decirme.
– Tranquilo, no tengas miedo, es tu mente, todo estará bien – me digo a mí mismo para calmarme y dejarme llevar.
Lo veo con más claridad. Tiene cuerpo de anciano pero la cara es borrosa y por más que intento, no logro definirla. Se me hace más difícil, porque afuera de mi departamento escucho unas voces diciendo cosas y me desconcentro. Decido no escuchar y seguir en esto, así que vuelvo a la meditación pero el viejo ya no está. Busco por todos lados. Desapareció.
– Ya fue, déjalo ir – insisto en tranquilizarme.
Para mí es fácil abstraerme, tengo esa virtud. Muchas veces tuve la sensación de que todo es un sueño, que la realidad no existe y es al revés. Cuando niño siempre me decían que estaba en las nubes y, aunque aprobaba todos los ramos, mi cabeza nunca estuvo ahí. Estudié una carrera, administración hotelera, un tío trabajaba en hotelería y prometió meterme en el medio, pero murió antes de que me titulara, así que nunca trabajé en eso. Además, no había suficientes hoteles para la cantidad de egresados. Tampoco me esforcé mucho en buscar, porque en realidad nunca me motivó.
La meditación es la primera motivación que he tenido en la vida. Cuando se acabe la pandemia, quiero dedicarme a esto. Ya no quiero vivir como antes. Mi último trabajo consistió en administrar una tienda de accesorios telefónicos: bastones, carcasas, protectores de pantalla, etc; en un mall de Santiago. Administraba y atendía, estaba todo el día ahí, «vida de mall». A veces era entretenido, pero la mayoría del tiempo me aburría, terminaba odiando a todas las personas que circulaban por ahí, pero tenía un sueldo y eso lo compensaba. Para abstraerme de eso, estaba todo el día metido en las redes sociales o conversaba con la vendedora de bolsos y maletas del local del frente. Me gustaba mucho y presentía que yo también a ella. Pero nunca se lo dije. Me ponía limitaciones. Después vino la pandemia, se cerró todo y me despidieron, al igual que a la mayoría de quienes trabajaban ahí.
A veces, en mis meditaciones, la pienso y la abrazo, la incluyo en la imagen divina que tengo de la felicidad. Ahí la vida es goce y plenitud, adoro ese lugar. Pero hoy es diferente, el paisaje idílico en el que me encuentro se pone oscuro. Me acaba de dar un escalofrío en la espalda y se me erizan los pelos. Siento la presencia de alguien, giro la cabeza y, doy un salto al ver al viejo atrás mío, el viejo de antes. Ahora distingo su cara, lo he visto en alguna parte. Trato de abrir los ojos pero no puedo, quiero gritar y la voz no me sale, tengo los oídos tapados y no puedo mover el cuerpo, lo siento pesado, tenso.
– ¡Qué mierda está pasando! – pienso lleno de pánico. La misma sensación de una parálisis del sueño, no puedo despertar ni moverme, además me ahogo. Quien lo haya vivido, me sabrá interpretar. La diferencia es que esta se extiende, más de lo normal.
Trato de calmarme, ver qué hay a mí alrededor. Las imágenes y colores se deforman, como la cera derretida de una vela. Se mezclan, como la plastilina o las témperas, y agarran un tono que mis compañeros denominaban caca, color caca.
– Bloquea eso Manu, es tu mente, no tengas miedo – me repito, tratando de mantener la cordura, pero todo sigue igual. Me desespero todavía más. De pronto escucho ruidos y voces afuera de esta pieza, de donde mismo venían antes, pero hay uno en particular, es como una radio de policia:
– Cambio, cambio, cambio, tenemos un… cambio – escucho entre murmullos y otras voces.
Hago otro gran esfuerzo por despertar, esta vez pasa algo diferente. Siento que me desprendo y comienzo a elevarme, ahora puedo ver el techo de mi casa casi pegado a mí. En realidad ¡yo estoy pegado a él! Miro hacia abajo y me veo acostado en el suelo, con los ojos cerrados. Los ruidos siguen afuera de mi puerta, quiero ver qué pasa. De solo pensarlo ya estoy en el lugar, increíble. Efectivamente, hay unos policías junto a otros vecinos en la puerta del departamento que está sobre el mío. Fue un suicidio, un hombre se dio un balazo en la cabeza, tiene la cara desfigurada, parece de la tercera edad, se alcanza a ver el color de sus canas y sus manos arrugadas y venosas. En la mesa hay una carta que dice lo siguiente:
«Los dolores en la cadera son insoportables, pierdo movilidad y me siento aún más miserable. Llegar a viejo en estas condiciones es deprimente. Tenía una cirugía programada hace un año en el Hospital San José, era la esperanza para sentirme mejor, pero ayer me avisaron que la cambiarían para el próximo año, por la pandemia. Así tratan a los viejos como yo. Así es la salud para los más pobres. Mi paupérrima pensión apenas alcanza para los remedios. Estoy cansado, triste e inútil. Di mi vida trabajando para otros como profesor. Merezco algo mejor, pero en esta vida es difícil que lo tenga.
Atentamente
Jesus Gutierrez, profesor de Castellano
– ¡El viejo! ¡Qué está pasando acá! – grito, pero nadie escucha, soy como un espíritu, nadie sabe que estoy aquí. Voy, en un abrir y cerrar de ojos, al lugar donde estoy meditando, me veo tendido en el suelo mientras el viejo mira detenidamente mi cuerpo recostado. Trato de gritar: imposible, el grito se ahoga. Trato de correr: no puedo, mis pies parecen dos bloques de cemento incrustados en la tierra. De nuevo esta sensación de ahogo, esta maldita sensación.
El viejo se sienta sobre mí cuerpo y se deja caer hacia atrás, cual buzo que cae de espalda al mar, así mismo se sumerge en mí. Veo que mi cuerpo abre los ojos y ahí queda, inmóvil por unos segundos, pone cara de asustado, mueve sus pupilas de un lado para otro y se toca la cabeza. Luego, se mira las manos como si nos las reconociera, torpemente se para del suelo, y no para de chequearse. De pronto, corre a la ventana y abre las cortinas para ver hacia afuera, el lugar le es familiar. Cuando se da vuelta, se cruza con el espejo que tengo en la muralla. Muy despacio se acerca hacia él, hasta que queda de frente, mirándose por primera vez.
Yo he estado tratando de moverme todo el tiempo, luchando con esta parálisis. Solo cuando dejo de contradecir y acepto la rigidez, es cuando la pesadez se detiene. Como cuando haces fuerza para mover algo y después te das cuenta que no es fuerza lo que necesitas, sino tranquilidad y destreza. Quiero llamar su atención. Le grito:
– ¡Hey! ¡escucha! ¡hey! ¡hey! ¡heeeyy! – pero me ignora. Tampoco puedo tocarlo porque tiene una especie de aura que me lo impide.
Suena el timbre. De pronto mi cuerpo poseído, camina hacia a la puerta, nervioso, pero algo lo detiene, parece que me escucha.
– ¿Me escuchas? ¡Sal de ahí, ese es mi cuerpo! ¡hey! – le grito casi encima de él.
Comienza a revisar el living y encuentra mi billetera. La abre y saca mi carnet de identidad, lee mi nombre:
– Manuel Gómez Ruíz. Oh Manuel, Manuel – repite un par de veces, mirando a su alrededor, como si supiese que estoy aquí.
– ¡Hey, por favor! ¡Sácame de aquí! ¡Escúchame!
Suena de nuevo el timbre, y el maldito abre la puerta.
– Buenas tardes señor, soy el oficial Medina, no sé si se enteró de lo que le pasó a su vecino del departamento de arriba.
– No – dice – Estaba durmiendo.
– ¿Usted lo conocía? – pregunta el oficial.
– No, no me relaciono mucho con la gente aquí.
– ¿Me podría dar su nombre para dejarlo anotado? Es solo rutinario.
– Manuel Gómez, Manuel Gómez Ruíz – dice descaradamente. Cierra la puerta y se sienta en el sillón, seguramente tratando de asimilar todo.
– No puedo creerlo, ¡no puedo creerlo! Estoy vivo, ¡soy joven! – empieza a repetir una y otra vez eso. Luego se pone a saltar de felicidad. Mientras tanto, yo me ahogo en el miedo y la incertidumbre, todo se empieza a oscurecer. De pronto, estoy en otro lugar que no conozco. Es indescriptible, un caos total, estoy solo, tengo miedo.
– No quiero estar aquí, concéntrate Manu, concéntrate – me repito una y otra vez.
Intento volver a mi casa. Se me hace imposible. Cambio la estrategia y empiezo a imaginar un paisaje hermoso como en mis meditaciones. Lo veo, estoy aquí, en la playa. El mar parece una taza de leche, el agua es transparente, hay un sol luminoso. Me gusta. Pero el miedo lo hace un lugar temible, así que me escondo entre unas piedras.
– Aquí estaré más seguro – me digo. ¿Podré salir algún día? Confundido y cansado, me acuesto en posición fetal y duermo. Es como un sueño dentro de otro sueño.
Fin
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